domingo, noviembre 12, 2006

El Bulli: El imperio de los sentidos

El imperio de los sentidos

En una vieja casa de campo de la Costa Brava todo puede suceder. Allí está El Bulli: para muchos, el mejor restaurante del mundo. LNR degustó sus manjares y entrevistó a su mentor, Ferrán Adriá.


ROSES, España–. Se podría decir que millones esperan por esto durante años. Comer en el mítico El Bulli tiene, para empezar y como aperitivo, el sabor de lo casi imposible: recibe más de 400.000 pedidos de reserva, una avalancha de solicitudes que se gestiona en unos cuantos días del mes de octubre. De ellas, sólo 8000 –y nada más– reciben respuesta favorable, y con eso El Bulli cierra su temporada de seis meses hasta el año que viene, en que hay que probar suerte otra vez.
"Lo siento, sé que mucha gente queda afuera, pero para hacer las cosas bien no puedo recibir a más comensales. Son apenas 48 por noche y sólo durante seis meses. El resto del tiempo lo necesito para investigar", dice Ferrán Adriá, socio y mentor del restaurante al que se llega en gastronómica peregrinación desde todos los rincones del planeta.

"Hemos venido desde Hong Kong. Visitar El Bulli fue nuestro proyecto durante años", cuenta Rafia Chung, casada con Kai, a LNR. De 44 años, el chef catalán que es noticia en los principales diarios del mundo, que recibe maquinaria desde la NASA y cuya creatividad colocó por primera vez a la cocina de vanguardia española por delante de la francesa, pelea su sitio desde hace treinta años. Pero su fama masiva comenzó hace bastante menos, cuando generó un escándalo nacional al servir en el plato una tortilla de papas "deconstruida". O sea: una tortilla que no se parecía para nada a una tortilla, pero que tenía más, mucho más, sabor que ninguna. "Así como Picasso deconstruyó su obra en el cubismo, Adriá lo hizo con la tortilla", escribió uno, muy entusiasmado.

El debate movilizó y amenazó con dividir fronteras entre innovadores y defensores de la tradición, entre herejes y puristas, alrededor de algo que, en nuestra mesa, podría compararse con convertir el popular choripán en, por ejemplo, una sopa o un helado o, llegado el caso, en un apetitoso globo flotador. "Es un atropello", decían, muy enojados, los defensores de la tortilla de siempre. "Es algo fantástico", retrucaban quienes la probaron "deconstruida en tres estratos". Al final, fue uno de sus platos más celebrados –casi más que la "croqueta líquida"– y, sin duda, de los más misteriosos: pocos pudieron probarla y millones, literalmente, mueren de curiosidad. Pero ése fue sólo el comienzo, porque ambos –intriga y sorpresa– son ingredientes de esta aventura en la que, curiosamente, se cuelga el cartel de "no hay más entradas" apenas empieza la venta. Este Bulli que vive sacando conejos de la galera no es fácil de entender.

El mejor restaurante del mundo según la revista británica Restaurant queda a trasmano. Hay que hacer 770 kilómetros desde Madrid, o más de 200 desde Barcelona para, recién entonces, acometer las peligrosas curvas del tramo final, el que va desde Roses, un pequeño pueblo de pescadores devenido en centro del turismo francoalemán y hogar de una nutrida colonia argentina, hasta la solitaria cala Montjoi, en lo más abrupto de la Costa Brava. Allí se esconde la vieja masía que lo alberga, en un punto de la costa tan apartado que lo más cómodo sería llegar en yate.

Estamos a sólo 20 kilómetros de Figueras, la tierra de Salvador Dalí, donde los carteles dicen que Francia está a 30 kilómetros, pero que bien podría ser aquí mismo, según cuenta la radio del auto y las patentes de los pocos que nos rodean. Creer o reventar: en el bolso va, avanzada en la lectura, la última novela de Rafael Azcona; Los europeos se llama y transcurre en el ayer mismo en que la España pacata se excluía de Europa como un pato feo.

Nos lleva uno de los 22 taxistas de Roses, el pueblo que queda abajo murmurando chismes negros, y muy envidiosos, sobre su vecino más famoso. "Yo soy su primo segundo", dice, en cambio, el orgulloso chofer, y nos ofrece su tarjeta, donde se lee Enrique Adriá Roda. Cobra una fortuna, como todos en ese poblado catalán, por el viaje. El camino se vuelve imposible –y más aún para regresar de noche y con alguna copa–, pero entonces empieza el primer acto del espectáculo que es cenar allí: subimos la serpenteante costa del cabo de Creus a la misma hora en que el crepúsculo borra la frontera del infinito con un estallido rojo que hace de la piedra un animal prehistórico dormido. Vamos a la vera de un viejo camino de dólmenes que parece el fin del mundo.

"¿Cómo conseguiste mesa?", demandó un diplomático que hace años espera una, enterado por casualidad del plan. Pero fue el chef quien hizo las preguntas más curiosas antes de llegar: "¿Tiene algún problema de alergia? ¿Y en comer frutos de mar?" No y no, aseguramos. Miles de páginas se han escrito sobre el misterioso restaurante, pero nadie habla del menú ni de su precio, ni tampoco sobre cómo vestirse. Por cierto, la pareja más curiosa, esa noche, fue un hombre en jean y zapatillas viejas acompañado por una mujer en traje negro de cóctel: ni ellos se pusieron de acuerdo. Y cada uno va como quiere.

La casa está allí, escondida. De lejos parece un chalet de los años sesenta, estucado de blanco y rodeado de pinos y eucaliptos. "Queremos que se sientan en su casa", recibe Juli Soler, otro de los socios. Y tanto, que lo primero que hace es llevarnos a la cocina, que en ese instante parece un box de Fórmula uno: cuarenta personas se afanan alrededor de una sola mesa de servir. Si sólo somos cuarenta comensales… ¿para qué tantos cocineros? "Es lo que hace falta para preparar esto", contesta uno, con cara de jefe, el gorro blanco calado hasta las cejas. Es Adriá, metido entre las ollas.

Muy bien, pero ya son las 21. De modo que, después de todo, en este rincón exclusivo de la tierra que acunó el mejor guiso de lentejas, ¿qué se come? Nos han hablado de aires, de espumas, de texturas que cambian y que explotan en la boca. De helado con gusto a queso rallado y de queso rallado con sabor a otra cosa; de gelatinas calientes, de esferas, de caramelos. Se ha dicho mucho, pero en ese instante comienza el show, en una mesa de jardín, cuando aparece nuestra camarera –tendremos más de cuatro a nuestra disposición–, que dice: "Serviremos ahora el cóctel de bienvenida: un gin tonic de pepinos". Trabaja allí mismo con nitrógeno líquido, en un recipiente del que sale tanto humo como de la cocina del doctor Neurus. ¿El resultado? Un sólido exquisito. Luego, la aceituna, con su instrucción: "cómala de una vez". Es que no es una aceituna, sino un puré hecho con el fruto tratado de tal forma que tiene una textura similar a la del fruto.

Luego viene un estuche azul para alhajas y, adentro, un muelle como de metal enrollado. "Es la espiral de aceite vegetal, cómala de un solo bocado", nos dicen. Vestido de negro soviético, un minué de camareros baila alrededor. "La comida tiene que llegar en su justo punto." Si el "caviar esférico de melón", por ejemplo, se demora, las bolitas que le dan textura de huevo se solidifican y todo se pierde. Hay ritmo de pareja de tango entre la cocina y los mozos. "Si se va a levantar, avise antes", es la consigna.

Son diez en la mesa vecina. Uno vocifera: "Hay tanta gente trajinando en la cocina y en la sala que venir aquí debería costar una fortuna. Por eso Adriá se financia con otras cosas, como los libros". No hay carta. Uno se pone en manos del cocinero, que sirve cada noche un menú degustación con 36 preparaciones, a cual más insólita. "Raviolis", anuncian, y en el plato hay tres manchas líquidas. "Pomelo thai", y el pomelo es un polvito verde. "Mar vegetal", y traen una ola verde. "Aire helado de parmesano con mueli", y llega una caja de telgopor, como la de heladería, pero con el más raro y exquisito soufflé frío.

Todo en pequeños bocados, incluidos los mejillones convertidos en bolitas, reveladores de una alquimia compleja a la hora de lograr el gusto, como una esencia, y llevarlo hasta el mantel. "Cocina molecular", dicen algunos. "Tecnológica", opinan otros. Indudablemente, creativa y alegre.

En algo El Bulli es igual a todos: en el baño de damas hay, como siempre, una verdadera convención. "Es un mago, un alquimista", dice Liz, una inglesa que vive en Cataluña. "Esto es único, una experiencia de una vez en la vida, no lo olvidaré", añade Rafia, la mujer de Hong Kong. Y no falta el intercambio colectivo de información sobre un mismo punto: "Y tú, ¿cómo reservaste?"

Poco en el historial de Adriá prenunciaba un porvenir tan glamoroso. No hay antecedentes familiares, no estudió cocina y cuando llegó al restaurante con veintitantos, en 1983, su experiencia contaba el paso por locales populares y haber sido cocinero en el servicio militar. Nada hacía pensar que lo suyo sería una cocina futurista. Ni él mismo se lo explica, salvo por la pasión que lo llevó a estudiar los procesos que hay en la cocina. Dar respuesta a los eternos ¿por qué pasa lo que pasa? Y fue entonces cuando la tecnología más avanzada se le coló en las hornallas. En 1995 hizo su primera deconstrucción. Fue un arroz a la cubana. En realidad, no sabía cómo llamarlo, de modo que primero habló de "descomposición"… pero era un pésimo nombre para un plato. Luego los llamó "reconvertidos", platos que se transformaban en otros, pero tampoco le gustó. Después, alguien vino con lo de deconstrucción y le pareció bien.

Son las dos de la madrugada, sólo quedan algunos rezagados en la terraza. Adriá saluda, se saca fotos, firma autógrafos, escribe dedicatorias en los libros que allí mismo se venden. Lo aplauden: lo suyo es un fenómeno que traspasa fronteras y generaciones. Hay, en una pared, varios cuadros de morrudos perros bull dog y es de ellos de donde viene el nombre del restaurante, que cobra, por persona, unos 200 euros. Suena a fortuna para la Argentina, pero no para España: en una cantina de Roses pretendieron cobrar 45 por un suquet de peixe, un viejo plato de pescadores que se viene haciendo igual desde hace décadas: caldo, pescado, papas y tomate.

La enorme cocina está en silencio. "Es como si no hubiera pasado nada", dice uno de los empleados. Las luces de El Bulli se reflejan en el Mediterráneo con una paz infinita. Otra noche de magia y juego acaba de terminar.

El alquimista

Roses.– Ferrán Adriá tiene manos de trabajar mucho y piel de no haber siquiera pisado la playa que está ahí nomás. Hay cansancio en su rostro, pero se sienta a conversar con LNR bajo los cipreses de su patio, cuando la noche empieza su tránsito hacia la madrugada.
–Hora rara para un reportaje. –Para mí, es el único momento de serenidad. Todo acaba de terminar y salió bien.
–Veamos: muchos consideraron su deconstrucción de la tortilla de papas un acto de publicidad. ¿Cómo lo vivió usted?
–Fue algo importante en su momento y quedó como un icono con el que debo convivir. Para mí, fue un ejercicio de libertad.
–¿Y por qué no la cocina más?
–Porque cambio todo el tiempo.
–Una curiosidad argentina: ¿se puede deconstruir el choripán?
–En general, todo se puede hacer. Lo importante es si gusta o no. La deconstrucción no es caprichosa: es el punto de unión entre una cocina de vanguardia y la memoria.
–¿Por qué casi no hay carne en su menú?
–Este año no ha tocado.
–¿Vamos mal los argentinos para esto de la vanguardia con el asado y la ensalada?
–No. De hecho, trabajaré en una receta para promocionar la carne argentina. Me lo pidieron unos amigos, pero aún no está lista.
–¿Por qué no?
–No es fácil con la carne. Voy más por el marisco. Y gallego. Es "Miss Mundo".
–Dicho por un catalán. Deme un ejemplo de aquello de que la deconstrucción es fusión entre vanguardia y memoria.
–A ver… Un chino no entiende deconstrucción de la tortilla de patatas porque no la conoce. La deconstrucción sirve para entrar en un mundo nuevo, pero reconociendo el pasado.
–¿Cómo sintetiza su cocina?
–Hice un manifiesto de 22 puntos y escribí miles de páginas. No puedo sintetizar. Pero diría que es una investigación lúdica y emocional.
–Pero a la hora de comer, ¿qué prefiere?, ¿esto o un buen tarnasco de Zaragoza?
–Hay 365 días en el año. Lo ideal es comer bueno, de lo que sea.
–¿Es la suya cocina española o eso está en los fogones con historia?
–Un país importante es uno que tiene tradición y vanguardia en todo: en cine, escultura o cocina. Y hay en mí un modo de cocinar español: hay alegría y hay sol en lo que hago.
–¿Marea un poco eso de haberle quitado a Francia lo de "mejor cocina"?
–No me lo planteo, de verdad.
–No le creo.
–Bueno, a lo mejor un segundo en el día, para decir "¡qué bien lo que hemos conseguido!"
–Muchos de sus colegas dicen que el restaurante es fantástico, pero irreal.
–Es verdad, y por eso es injusto que se lo use como termómetro. Lo de El Bulli es un fenómeno bastante irrepetible, en el que hemos tenido suerte con este modelo de seis meses abierto y seis meses cerrado, y ganar dinero por afuera.
–Aquí cualquiera puede tomar nota y mirar todo. ¿Eso es porque no teme que lo copien, porque es imposible o porque le encantaría…?
–No me gusta que me copien, pero me encanta compartir. También por eso hice los libros, y no sólo por el dinero. Porque, la verdad, yo esto no lo buscaba. Era impensable que un español llegara donde hemos llegado.
–Y eso, ¿en qué cambia las cosas?
-Hoy, hasta para un chico argentino las cosas no son iguales. Puede decir: "Quiero ser como Ferrán; si un español ha sido tapa del Times, por qué no un argentino". Abrimos camino.
–¿Por qué viene la gente?, ¿para comer o para decir que comió aquí?
–¡Hombre! Vienen de todo el mundo, no creo que haya mucho espacio para el esnobismo.
–En el poblado de Roses, casi todos aseguran haber comido a su mesa. ¿Es verdad?
–Hay mucho mito en todos lados.
–¿Por qué no hay carta para elegir?
–Es lo normal en una cocina de autor, de vanguardia. Que haya un menú degustación.
–¿Es caro?
–No, por 200 euros que vale. Podría cobrar el doble e igual vendrían. Pero no quiero.
–¿Pondrá una escuela de cocina?
–No creo. Da mucho trabajo, tal vez sí un máster. En realidad, El Bulli es un buen máster. Todos los años tengo más de 2000 peticiones de chicos de todo el mundo para trabajar aquí.
–¿De la Argentina?
–Han venido unos cuantos.
–¿Cuál es el secreto de su trabajo?
–Formar un buen equipo, una maquinita que funcione.
–¿Tiene hijos?
–No, no se puede tener todo.
–¿Es un artista?
–Prefiero decir que soy un creador.

Ferrán Adriá / Perfil

Tiene 44 años, nació bajo el signo de Tauro en Santa Eulalia, un barrio de L’Hospitalet de Llobregat, provincia de Barcelona.
Se inició como "friegaplatos" en el pequeño Hotel Playafels de Castelldefels. El chef del hotel le enseñó sus primeros pasos en la cocina.
Afirma que trabaja 14 horas diarias en su restaurante.
Durante los seis meses en que está abierto El Bulli, Adriá vive en una casa a cincuenta metros: "Me encierro, como en un monasterio", asegura. Va, literalmente, de casa al trabajo y del trabajo a casa.
En el poblado de Roses, donde está el restaurante, casi todos aseguran que han comido a su mesa: "Hay mucho mito en todos lados", dice Adriá.
El cocinero está todos los días frente a la hornalla, controlando en persona lo que se hace. Y es, también, el que saluda a los comensales cuando llegan y son invitados a pasar, si lo desean, por esa cocina que es como un laboratorio.

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